El atardecer de la era democrática

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Que Trump es un síntoma de los quebrantos de la democracia en Estados Unidos es evidente. También es obvio que su éxito electoral es parte de un fenómeno más amplio de desprecio a las élites políticas y a las convenciones de la democracia liberal, que se ha manifestado en el ‘brexit’, en la monstruosa retórica de Rodrigo Duterte, en la consolidación de gobiernos iliberales en Hungría y Polonia, y acaso en el inesperado resultado del plebiscito colombiano, entre muchos ejemplos.

Todos estos casos muestran variantes de un síndrome de exaltación que hoy parece afligir a la democracia en todas partes. Menos reconocido, sin embargo, es que ese síndrome no es coyuntural. En su base hay tendencias de largo aliento, que pueden ser controladas pero difícilmente revertidas y que militan en contra de la estabilidad política y aun de la supervivencia de la democracia liberal. Esas tendencias harán inevitable que la democracia deba contender con la demagogia, el populismo y la tentación autoritaria. Trump es el aviso de lo que nos espera.

Para empezar, en el centro de la nueva dinámica democrática estará una ciudadanía crónicamente enfadada. Ese enojo tiene múltiples raíces, pero hay tres tendencias que me parecen cruciales. En primer lugar está la creciente inestabilidad laboral, derivada de la tendencia a la automatización y a la ‘Uberización’ del mercado de trabajo, así como al aumento de la migración, producto nítido de la globalización.

En segundo lugar están los cambios demográficos, en particular el envejecimiento de la sociedad y el aumento del número de dependientes por trabajador, que inexorablemente llevarán a revisar a la baja beneficios sociales otorgados en condiciones demográficas distintas, un proceso cundido de tensiones en cualquier democracia.

En tercer lugar está la mayor demanda de transparencia en la gestión pública, capaz de generar beneficios en el largo plazo, pero que, con seguridad, alimentará en el plazo inmediato una interminable sucesión de escándalos que abonarán a la percepción de corrupción e iniquidad y, por ello, a la pérdida de credibilidad de las instituciones políticas, como lo estamos viendo en América Latina.

Esa ciudadanía indignada estará cada vez mejor equipada con instrumentos de democracia directa y con redes sociales que disminuyen los costos de la acción colectiva y de la movilización social. A todo ello se suma un estilo de comunicación política que, entre el anonimato de la esfera digital, la fragmentación de los medios de comunicación y el desvanecimiento de los límites entre la información y el entretenimiento, tenderá a privilegiar discursos enardecidos y desprovistos de toda apelación a la razón y la verdad.

Trump, Farage, Duterte y Uribe son la muestra depurada de las voces que llevarán las de ganar en medio del barullo. Si nuestra discusión política tendió siempre a confirmar el viejo aforismo de que “el que se enoja pierde”, lo que estamos presenciando sugiere que ahora el que se enoja gana.

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