El Papa en Cuba: Habló suavemente, pero llevó un gran sueño

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El Papa Francisco decepcionó profundamente a aquellos en los EE.UU. y Cuba que querían que condenase públicamente las continuas violaciones de los derechos humanos y las severas restricciones a las libertades más básicas en Cuba, y que exigiese cambios más rápidos en la isla. Lo que nunca quedó claro es lo que el Papa podría haber logrado, además de hacer felices a los opositores al régimen de Castro, al criticar al gobierno cubano, reunirse con disidentes, o con cualquier otra cosa irritante para sus anfitriones.

De momento, debería ser evidente para todos que el Papa es un líder pragmático y decidido. Ha dejado claro que no está interesado en abstracciones, sino que quiere que sus palabras y acciones sean juzgadas por la forma en que afectan al mundo real. Él sabe que Cuba no puede ser transformada en una noche, y también que en la isla ha comenzado un proceso de cambio y que este necesita ser alimentado.

El gobierno está liberando gradualmente su monopolio de poder sobre la economía permitiendo la aparición de alguna iniciativa individual (aunque todavía a un ritmo muy lento que apenas responde a los enormes problemas económicos y sociales de la isla). Incluso hay algo de esperanza, sin duda, más que nunca, de una cierta medida de apertura política. Desde que en diciembre del año pasado se anunció la reconciliación entre Estados Unidos y Cuba, el acceso a la información para los ciudadanos de a pie parece haber aumentado, junto con la tolerancia hacia una discusión abierta, aunque claramente no para desafiar al gobierno, lo que es tratado con tanta dureza como siempre.

El Papa es muy consciente de que el compromiso y la sutileza, y no la confrontación directa, es lo que requiere la Iglesia Católica, y él mismo, para tener un papel continuo y cada vez mayor en la transición de Cuba a través del tiempo.

El enfoque del Papa Francisco a Cuba se asemeja al de Juan Pablo II, el primer Papa en visitar Cuba, en 1998. Para entonces, Juan Pablo II ya había sido ampliamente aclamado por su papel en despertar la resistencia al gobierno comunista en Polonia, su tierra natal, y su ayuda para situar a esa nación en la senda hacia la democracia. A pesar de su éxito en Polonia, también entendió que el cambio no llegaría rápidamente a Cuba, y de hecho, no había casi por donde empezar. No había absolutamente nada en la isla parecido al Movimiento de Solidaridad que lideró el esfuerzo democratizador polaco. En lugar de tratar de replicar su experiencia en Polonia, Juan Pablo II se centró en el fortalecimiento de la Iglesia en Cuba, la única institución que disfrutó, sin duda alguna, de alguna autonomía del gobierno. Él trató de ampliar su libertad de acción, darle forma a sus propios asuntos, y reforzar su capacidad para comunicar su mensaje y servir a la población del país.

Como Juan Pablo II, Francisco sabe que cualquier cosa que quiera lograr en Cuba exige paciencia y perseverancia. El Papa es muy consciente de que el compromiso y la sutileza, y no la confrontación directa, es lo que requiere la Iglesia Católica (y él mismo) para tener un papel continuo y cada vez mayor en la transición de Cuba a través del tiempo. También entiende que no hay otra manera de alentar a los gobiernos de América Latina y Europa a asumir una mayor responsabilidad para asistir a Cuba a través de lo que será un difícil período de transición económica, política y social.

El Papa habló suavemente, pero llevó un gran sueño, y desafió a la juventud cubana a soñar con valentía. Cuando 50 años de aislamiento diplomático y coerción económica por parte de la mayor potencia del mundo no pudieron lograr un cambio en Cuba, es difícil imaginar cómo la visita de tres días de Francisco podría lograr más, excepto mediante el establecimiento de las bases para un compromiso sostenido a largo plazo.