América Latina: La democracia amenazada

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La vigencia y legitimidad de la democracia en América latina es hoy un tema candente, agitado por factores como el golpe en Honduras o por populismos que afirmados en mayorías electorales intentan atropellar las libertades.  Pero, además, existe consenso de que la democracia en la región está entrampada en el mal funcionamiento de algunos de sus elementos fundamentales: fallas de sus constituciones; crisis, desprestigio y fragmentación de sus sistemas de partidos; existencia de leyes electorales mal construidas; mal  desempeño de sus parlamentos.   Estas fallas son agravadas por la preeminencia de una cultura que reclama de la democracia solo derechos pero que no asume obligaciones y deberes; a lo que se agregan factores como las relaciones desvirtuadas entre la sociedad civil y el sistema político y las dificultades que crea la enorme injusticia en la distribución de la riqueza. Para precisar la naturaleza de esas amenazas sugiero considerar a la democracia como una realidad que tiene tres dimensiones: electoral, constitucional y social.  Esta separación es sólo para efectos de análisis, pues la democracia sería una realidad imperfecta si comprendiera sólo a una de esas dimensiones o incluso a dos de ellas y no a las tres. Ciertamente la democracia tiene como uno de sus componentes esenciales, la celebración de elecciones, asunto en el que la región registra un notable avance, como lo muestra el que entre fines de 2005 y finales del 2006 tuvieron lugar en la región 34 elecciones, todas correctas.  La gran duda de este año es si Chávez, ahora que su suerte electoral se va tornando ácida, respetará las elecciones parlamentarias de septiembre, donde la oposición podría alcanzar la mitad del Congreso. Pero si la democracia electoral es una historia de éxitos, la democracia constitucional lo es de retrocesos.  La democracia supone divisiones y balances de poder; la existencia de un poder judicial independiente; unos cuerpos armados profesionales, no deliberantes, bajo control civil, que no puedan ser utilizados en las luchas políticas internas. Sin una arquitectura constitucional de estas características no es posible garantizar a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos de expresión y de prensa, el derecho de propiedad o la mínima igualdad que exige la competencia electoral y política.  Lo que estamos viendo en muchos países de America latina  -- Venezuela, Ecuador, Bolivia, pero también en la derecha, Colombia y más recientemente Panamá --  son líderes que afirmados en mayorías electorales, o simplemente de un modo brutal (Nicaragua) intentan avanzar hacia una concentración del poder en las presidencias, el control de los poderes judiciales, el avasallamiento de los parlamentos o la destrucción de la libertad de prensa. Por otra parte, denunciando los escasos logros sociales alcanzados por la democracia, hay algunos que sostienen que ella ha perdido legitimidad porque “no ha transformado la vida de los latinoamericanos en la medida de las expectativas que generó”.  El planteamiento es erróneo, pues “las libertades políticas y civiles son directamente importantes en sí mismas y no tienen que ser justificadas indirectamente en términos de sus efectos en la economía” (Amartya Sen).  Pero esta prescindencia de la democracia respecto de un resultado económico-social no obvia el problema de cuán válidos  --o reales-- son los derechos que ella otorga, pues en una sociedad marcada por una extrema desigualdad,  las libertades que la democracia declara son enunciados que la injusticia económica y social puede privar parcial o totalmente de contenido.  Por tanto, debe existir una preocupación porque la democracia alcance una mayor igualdad social pero ajustándose a “un orden lexicográfico” donde no es aceptable defender el Estado de derecho sin haber garantizado la democracia electoral, ni la democracia social sin haber asegurado el Estado de derecho. Esta visión tridimensional de la democracia lleva a rechazar, con idéntica fuerza y al mismo tiempo, la idea de que las mayorías electorales autorizan a atropellar el Estado de derecho; o que la búsqueda de la justicia social permite suspender la política electoral y de partidos; y, también, la pretensión de que sólo el Estado de derecho importa en tanto que las elecciones y la justicia social poco.

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