¿El Fin de la Transición en Chile?

˙ Voces

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Los partidos políticos chilenos están orgullosos de la estabilidad política y el dinamismo económico de la post-transición. Pero las nuevas generaciones exigen más.  

En un artículo en Foreign Affairs, Pamela Constable y Arturo Valenzuela argumentaron que el éxito de la transición chilena tras la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) se debía a que “cada grupo se vio forzado a hacer concesiones, a renunciar a los sueños utópicos a fin de conseguir un progreso gradual”.

La estabilidad política bajo la Concertación –coalición de centroizquierda que gobernó de 1990 a 2010– y la preservación del modelo pro-mercado instalado por Pinochet convirtieron a Chile en una de las economías más dinámicas de América Latina. Entre 1975 y 2010, el PBI creció casi 5 por ciento por año en promedio, contra 3 por ciento de América Latina en su conjunto. Además, la pobreza cayó del 45 por ciento en 1987 a menos de 15 por ciento en 2013, según datos del Banco Mundial. En 2015, el PBI per cápita de Chile (ajustado por poder de compra) superó los 22,000 dólares, el más alto en la región.  

A pesar de los problemas de este “milagro” –-como la altísima desigualdad de ingresos y las falencias del sistema educativo— durante más de 20 años los chilenos aceptaron el gradualismo para continuar el crecimiento y evitar la inestabilidad política. Sin embargo, este consenso se resquebrajó durante el gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014).  Muchos –en especial los jóvenes— ya no estaban dispuestos a mantener las “concesiones” y “renuncias” de la era de la transición, y se volcaron a las calles para exigir transformaciones profundas. Para las nuevas generaciones, el pragmatismo del sistema político ya no era una virtud, sino una inaceptable defensa al status quo.

Ante el riesgo de perder su conexión con los jóvenes y las clases más pobres, la Concertación apeló al regreso de la popular ex presidenta Michelle Bachelet (2006-2010). Acumulando un poder sin precedentes, Bachelet refundó la coalición incorporando al Partido Comunista y a los movimientos estudiantiles, y lanzó un programa de reformas sumamente ambicioso: gratuidad universitaria, fin del lucro en la educación, aumento de los impuestos a las corporaciones, y mayor poder de negociación para los sindicatos.

Bachelet retornó al poder con más del 60 por ciento de los votos en segunda vuelta, y asumió su nuevo mandato rodeada de inmensas expectativas. Hoy, sin embargo, la popularidad de la presidenta está en mínimos históricos (menos del 15 por ciento), y la mayoría de los chilenos rechaza su agenda de reformas.

La popularidad de Bachelet se sostenía sobre su credibilidad e integridad personal, e imagen de cercanía a los ciudadanos. Esta credibilidad se derrumbó en febrero de 2015, cuando su hijo fue involucrado en un caso de corrupción, usando su parentesco para hacer negocios. Además, este caso fue solo el comienzo de una cascada de denuncias de negocios ilícitos entre la clase política y empresarial, que afectó tanto a la Nueva Mayoría –nombre de la Concertación desde 2013– como a la oposición de centroderecha. Para muchos chilenos, los escándalos demostraban que el éxito de la transición escondía un modelo político y económico elitista y excluyente.

A pesar de los escándalos y la caída de su imagen, el gobierno logró la aprobación de la reforma laboral, un aumento gradual de los impuestos a las corporaciones del 20 al 27 por ciento y cambios al sistema educativo. Pero con su credibilidad por los suelos, Bachelet ya no contaba con capital político para mantener la confianza ciudadana. Ante cada reforma, el gobierno tenía la tarea imposible de contentar a los sectores más combativos de su coalición, como los estudiantes –que quieren acelerar los cambios y rechazan cualquier concesión—mientras enfrenta la fuerte resistencia de la clase empresarial y la oposición de centroderecha, que acusan a Bachelet de excesivo intervencionismo.

A la crisis política se suma un escenario económico adverso, con un crecimiento de alrededor de 2 por ciento anual desde 2013. A pesar del éxito del modelo aperturista, la economía de Chile continúa dependiendo del cobre (que representa más de la mitad de las exportaciones), tal como lo hizo durante todo el siglo XX. La caída de la demanda –especialmente desde China—hizo caer el precio del metal en más de un 50 por ciento desde 2011. El gobierno de Bachelet no se preparó para la desaceleración, aunque el precio del cobre ya había empezado a caer bajo Piñera.

En un contexto de estancamiento, las múltiples reformas impositivas y laborales aumentaron los costos de las empresas, incrementaron la incertidumbre, y contribuyeron a una fuerte caída de la inversión. Esto a su vez forzó al gobierno a romper algunas de sus promesas centrales: debido a la caída en la recaudación, por ejemplo, la aprobación de la gratuidad universitaria debió posponerse, generando tensiones con el movimiento estudiantil.

El regreso de Bachelet en 2014 fue un intento de los partidos que lideraron la transición de retomar la confianza ciudadana e ilusionar a las nuevas generaciones. Si bien tomará tiempo conocer los efectos de las múltiples reformas aprobadas, muchos chilenos se sienten defraudados. En las elecciones municipales de 2012, solo un 13 por ciento de los jóvenes de entre 18 y 29 acudieron a votar, contra un 43 por ciento de participación general. Un 78 por ciento dice desconfiar de la clase política.  Aún peor, el sistema político parece agotado e incapaz de renovarse: dos ex presidentes, Piñera por la centroderecha y Ricardo Lagos (2000-2006) por la centroizquierda, son los candidatos más probables para 2018, aunque con bajos niveles de apoyo.

La generación de dirigentes que llevó a cabo la transición tiene razón en sentirse orgullosa de lo que logró: Contra todo pronóstico, el país emergió de la dictadura, reconstruyó su democracia y mantuvo un espectacular crecimiento económico, en gran medida gracias a la moderación y el consenso. Pero, gracias a su éxito, ese Chile ya no existe. El gran desafío del sistema político será incorporar a las nuevas generaciones, que no recuerdan la dictadura ni la transición, y a aquellos que nunca se sintieron parte del milagro chileno.