Cinco reflexiones sobre las reformas políticas en América Latina

˙ Voces

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La reforma política –esto es el afán de replantear la arquitectura constitucional o el funcionamiento del régimen político, el sistema electoral y/o los partidos políticos—se ha convertido en un tema importante en América Latina. En los últimos años hemos visto una proliferación de esfuerzos de reforma política en muchos países de la región, desde México y Chile hasta Colombia y Brasil. Estamos en presencia de uno de los grandes temas de discusión política en la región durante los próximos años.

Las razones para emprender estas reformas son diversas. En algunos casos subyace un agotamiento de los marcos constitucionales negociados durante las transiciones democráticas. En otros casos, lo que se detecta es simplemente una insatisfacción crónica con el funcionamiento del sistema político y una convicción de que la ingeniería institucional puede ayudar a paliar sus problemas.

Quisiera hacer 5 reflexiones a continuación.

1. Haga las preguntas correctas

Lo primero que necesita cualquier reforma política es un diagnóstico del problema que busca resolver. Para ello es preciso hacer las preguntas correctas. Cualquier esfuerzo de ingeniería institucional en una democracia liberal debe contestar, se me ocurre, las siguientes preguntas:

  • ¿Cómo hacer que el sistema político permita un grado adecuado de representatividad, esto es que permita que la mayor cantidad de opiniones e intereses sociales se vean reflejados en las políticas públicas?
  • ¿Cómo asegurar que las instituciones políticas tengan la capacidad de responder con eficacia a las demandas sociales?
  • ¿Cómo garantizar que las autoridades tengan un ámbito de autonomía para identificar el interés público por encima de las presiones sociales económicas y políticas?
  • ¿Cómo crear incentivos para la transparencia y la integridad de los actores políticos y, correlativamente, desincentivos para el clientelismo y la corrupción?
  • ¿Cómo asegurar que las institutiones políticas protejan la vigencia de un conjunto de libertades fundamentales que marcan el límite de la acción legítima del estado?
  • ¿Cómo asegurar que el ejercicio del poder esté sometido no sólo periódicamente, sino permanentemente, al escrutinio de la ciudadanía?
  • ¿Cómo asegurar que los poderes del estado tengan una relación fluida, pero no exenta de la posibilidad de controlarse mutuamente?
  • ¿Cómo asegurar que el sistema político tenga válvulas de escape institucionales ante las crisis políticas?
  • ¿Cómo crear incentivos para la existencia de partidos robustos, con anclaje social y con capacidad de agregar preferencias?
  • ¿Cómo crear incentivos para la presencia de un sistema de partidos lo menos fragmentado posible, con vocación centrípeta, con capacidad de construir acuerdos, con un grado razonable de estabilidad, sin por ello impedir la emergencia de nuevas fuerzas políticas?
  • ¿Cómo asegurar condiciones adecuadas de competencia electoral para todos los partidos políticos?
  • ¿Cómo asegurar que los resultados electorales sean transparentes y aceptados por toda la sociedad?
  • ¿Cómo asegurar que la arquitectura del sistema político sea estable, pero corregible si empieza a mostrar vicios o desajustes con la realidad?

Cada una de esas preguntas apunta a un tema fundamental para la salud de democracia, desde la limitación del poder, hasta su capacidad para resolver problemas; desde la aptitud de los tomadores de decisión para representar las diversas voces de la sociedad, hasta su capacidad para identificar el interés público por encima de cualquier presión. En última cuenta, todas apuntan al tema de fondo: ¿Cómo lograr que el sistema democrático tenga la mayor legitimidad posible?

Iniciar un proceso de reforma con una postura a priori sobre lo que debe ser reformado y cómo reformarlo, sin haber realizado primero un diagnóstico, constituye una grave equivocación. Podemos acabar con una reforma que rasca el sistema político y lo rasca bien, pero rasca donde no pica.

2. Sobre la necesidad de pensar sistémicamente

La disciplina para hacer el diagnóstico del problema es, sin embargo, solo una parte del ejercicio. A ello hay que aunar una cierta sofisticación sobre las soluciones institucionales y sus efectos dinámicos. Hay interacciones muy complejas entre las características del régimen político, del sistema electoral y del sistema de partidos, cuyo descuido hace inevitable una multitud de consecuencias no previstas.

El asunto es relevante porque muchas de las reformas políticas que se hacen en América Latina son una especie de colcha de retazos, en la que las partes aparecen anexadas en forma contradictoria y en la que todo está pensado para resolver problemas de coyuntura. Una reforma atropellada milita contra la sofisticación del análisis de sus efectos y puede llevarnos adónde no queremos ir.

La falta de razonamiento sistémico y el carácter coyuntural de los cambios se muestra en algunas de las tendencias de reforma política que hemos visto en el pasado reciente en América Latina, que han ido generando inconsistencias mayúsculas en los sistemas políticos de la región. Quizá el ejemplo más obvio sea el gradual fortalecimiento del poder presidencial (por ejemplo mediante las cláusulas de reelección presidencial, que han proliferado en la región), que coexiste con una sistemática y creciente fragmentación del sistemas de partidos (por ejemplo mediante la adopción generalizada del ballotage), que hace cada vez más difícil el ejercicio del liderazgo presidencial.  Lo que se da con una mano, se quita con la otra. Un mínimo razonamiento sistémico, coherencia y vocación de largo plazo son indispensables si las reformas han de contribuir a mejorar la gobernabilidad democrática.

3. Fortalecer a los partidos políticos es esencial

En algunos temas, empero, sí ha habido consistencia en la región. Una revisión sumaria de la historia de las reformas políticas realizadas en América Latina en la última generación evidencia una tendencia: pese al discurso que nos dice que los partidos son esenciales hay un debilitamiento sistemático de ellos y de los sistemas de partidos. En esto convergen la adopción de sistemas de voto preferencial, de candidaturas independientes y de diversos incentivos electorales a la fragmentación del sistema de partidos, a los que se suma la entronización de un discurso populista anti-partidos.

Todo ello, sumado al papel de la televisión, ha tenido como consecuencia una creciente personalización de la política, en la que los partidos han terminado desdibujados y percibidos como un agente patológico en la vida política. Lo más notable es que por años se ha aplicado a nuestros sistemas políticos el supuesto bálsamo de personalizar la representación –por ejemplo con los sistemas de voto preferencial y las candidaturas independientes—pese a que no hay evidencia alguna que sugiera que con ello se ha robustecido la legitimidad de las instituciones democráticas. A fin de cuentas, la opinión que prevalece hoy en la región sobre los congresos y parlamentos difícilmente podría ser peor. El único efecto incontrovertible de este proceso ha sido debilitar a los partidos políticos.

Por más que nos puedan parecer una calamidad y su papel esté venido a menos, los partidos continúan siendo esenciales para la democracia si no queremos una transmisión caótica de las demandas sociales y una corporativización desenfrenada de la política. Un objetivo central de una reforma política debe ser fortalecerlos. Y eso exige que pensemos, seria y rigurosamente, más de lo que lo hemos hecho hasta ahora, sobre los cambios de la representación política y su futuro.

4. La combinación problemática sigue siendo problemática

Durante décadas la Ciencia Política se dio al trabajo de advertir que la combinación de sistemas presidenciales con sistemas de partido fragmentados era problemática para la democracia. Sin embargo, en el curso de la última generación la combinación problemática devino norma en la mayor parte de América Latina, sin que por ello se experimentaran, con pocas excepciones (Perú en 1992 es quizá el caso más evidente), retrocesos autoritarios. Por este camino llegamos a pensar en América Latina que le habíamos encontrado la cuadratura al círculo y habíamos domesticado al presidencialismo con múltiples partidos.

La idea no está desprovista de méritos, pero tampoco de costos. Porque costos hay, son altos y ahora empiezan a resultar evidentes. Como norma general, la combinación de marras se paga en módicas cuotas de corrupción, clientelismo y desarticulación del sistema de partidos. Aquí el caso de Brasil resulta emblemático. Un Ejecutivo que debe rutinariamente lidiar con más de dos docenas de partidos en el Congreso tiene pocas formas de construir mayorías estables. Una de ellas –de costo limitado para el sistema político en el corto plazo, pero prohibitivo en el largo plazo—pasa por los tortuosos caminos del Mensalão y el Petrolão.

El mensaje para los reformadores políticos es sencillo: tengan cuidado con los espejismos. La combinación de presidencialismo y multipartidismo es problemática y requiere de un esfuerzo de diseño institucional muy especial para administrar sus riesgos.

5. La ortopedia no cura todas las enfermedades

Creer que las instituciones son muy importantes y moldean el comportamiento de los actores políticos y de la sociedad es plausible y sensato. Creer que para cada conflicto y para cada problema político hay un remedio institucional es, en cambio, una sofisticada forma de alucinación.

Como mínimo, hay que tener muy claro es que los resultados de las reformas institucionales se ven, generalmente, a largo plazo. Y por ello mismo es importante que haya una cierta estabilidad en las reglas, no solo para hacerlas creíbles y que los actores políticos puedan pensar en el largo plazo, sino para dejar que las reglas surtan sus efectos. La compulsión por realizar reformas institucionales a cada paso es un síntoma de inmadurez política, una muestra elocuente de lo poco que le importan las reglas a una sociedad, de la noción de que todas las reglas valen lo mismo y ninguna vale nada.

Las reformas institucionales pueden ser un recurso tranquilizador que les da a los actores políticos la sensación de estar haciendo Política con mayúscula, cuando, en realidad, la Política con mayúscula consiste en resolver problemas sustantivos más que procedimentales. Aquí conviene tener en mente la advertencia hecha ya hace mucho tiempo por Arthur M. Schlesinger, Jr.:

“¿Son las dificultades que enfrentamos hoy para resolver nuestros problemas en verdad consecuencia de defectos en la estructura de nuestro gobierno?… Mi preocupación es que la agitación con la reforma constitucional es una forma de escapismo. El manoseo de la Constitución es una forma de evadir la cuestión más compleja, que es la búsqueda de soluciones… Tan fascinante como pueda resultar el manoseo de la Constitución, como si fuera un cubo de Rubik, no nos desviemos de la verdadera tarea de gobernar. Nunca debemos olvidar que la política es el alto y serio arte de resolver problemas sustantivos.”[1]

Es motivo de celebración que muchos países de América Latina estén enfrascados en la discusión sobre cómo mejorar el diseño institucional de sus sistemas democráticos. Pero ojalá lo hagan con los ojos abiertos: abiertos a la necesidad de hacer las preguntas difíciles y mirarse en el espejo para diagnosticar el problema como es y no como se quiere que sea; abiertos a la complejidad de este ejercicio y al imperativo de pensar sistémicamente; abiertos a la urgencia de reflexionar en serio sobre el futuro de las instituciones representativas; abiertos a revisar críticamente la evidencia derivada de los sistemas políticos de la América Latina y a separar las soluciones reales de los espejismos; abiertos al carácter incompleto y a veces inadecuado de las terapias institucionales, y a la necesidad de ser pacientes con sus efectos.

La evidencia duramente acumulada en América Latina y más allá nos dice que si lo hacen así, seguramente les irá mucho mejor.

 

[1] Arthur M. Schlesinger, Jr., “Leave the Constitution Alone”, en: Arend Lijphart, ed., Parliamentary versus Presidential Government (Oxford, Oxford University Press, 1992), pp. 95-96.