Replantear la política antidroga de EE.UU.

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Nadie ha descubierto aún cómo medir con objetividad el éxito o el fracaso de las políticas nacionales de control de drogas (o incluso lo que significa el éxito o el fracaso en la práctica). Sin embargo, la mayoría cree en la actualidad que la “guerra contra las drogas” llevada a cabo por Estados Unidos ha fracasado. Los latinoamericanos llevan mucho tiempo criticando las políticas antidroga de Washington y tienden a culpar al consumo de drogas ilegales en EE UU de la escalada del crimen y la violencia en sus países. Lo que nos dicen las pruebas de las que disponemos es que, en las dos últimas décadas, las políticas antidroga de EE UU  – centradas en la erradicación de la producción, el combate al tráfico y al consumo, y que castigan a los implicados en cualquiera de estas actividades – no han servido para paliar los problemas a los que debían hacer frente. Aunque el uso de drogas ilegales se ha reducido drásticamente respecto a su máximo histórico a finales de los años setenta y principios de los ochenta, el suministro y consumo en EE UU ha permanecido prácticamente constante desde 1990. En todo el mundo, los problemas relacionados con las drogas, como el crimen organizado, la violencia y la corrupción, se han convertido en una amenaza cada vez más grave. De hecho, el argumento central del brillante informe recientemente publicado por la Comisión Global de Políticas de Drogas – integrada, entre otros, por Fernando Henrique Cardoso, Ernesto Zedillo, Cesar Gaviria, Kofi Annan, Javier Solana, George Shultz y Paul Volcker – es que la política de EE UU, en lugar de contribuit a la solución, está haciendo que la situación empeore año sí año no. Colombia es el único país citado como ejemplo de éxito de la política antidroga estadounidense. El Plan Colombia, respaldado por EE UU, ha ayudado al gobierno colombiano a controlar de manera más eficaz su territorio y reducir considerablemente la violencia armada contra sus ciudadanos. Los avances de la seguridad en Colombia son evidentes. Sin embargo, aún quedan dudas sobre si se han hecho progresos significativos en la lucha contra el narcotráfico. El país sigue siendo una fuente importante de cocaína procesada para los mercados de EE UU y Europa. Y a pesar del éxito conseguido en Colombia, este se ha alcanzado en medio de múltiples fracasos en Latinoamérica, que actualmente se enfrenta a una plaga de violencia criminal que no deja de extenderse. No obstante, el debate sobre las políticas antidroga sigue silenciado en Washington, donde los legisladores toleran unas políticas ineficaces e incluso contraproducentes porque ninguna estrategia alternativa ha recibido hasta el momento apoyo político suficiente. Lo que más se necesita ahora en EE UU, y en toda Latinoamérica, son debates serios y de largo alcance sobre, primero, la eficacia y los elevados costes de las actuales políticas antidrogas y, segundo, una búsqueda intensiva y amplia de miras de enfoque alternativos que puedan reducir los riesgos y perjuicios derivados del tráfico y el consumo de drogas. Esta fue la conclusión fundamental del informe Drogas y democracia: hacia un cambio de paradigma, elaborado por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, predecesora de la hoy Comisión Global. La guerra contra las drogas, en punto muerto Las estadísticas sobre el consumo de drogas en EE UU o en cualquier otro lugar son poco fiables. No obstante, las cifras disponibles indican que el consumo de cocaína y marihuana en EE UU ha permanecido prácticamente estable durante una generación. Los datos también muestran que los estadounidenses consumen estas sustancias en un porcentaje que aproximadamente triplica el de Europa, pero también que el consumo de drogas en la Unión Europea está creciendo con rapidez y algunos países tienen un consumo per cápita mayor que el de EE UU. Tanto en este país como en Europa, los precios al por mayor del cannabis y la cocaína parecen haber bajado en los últimos años, mientras que su calidad ha aumentado. Según un estudio de la Comisión Europea, la producción y el consumo mundial de drogas permanecieron en gran medida invariables desde 1998 hasta 2009. Los dos pilares de la batalla estadounidense contra el tráfico de drogas –la erradicación de los cultivos y la interdicción de los envíos de narcóticos– han servido de poco para reducir el suministro de drogas en el país y otros mercados internacionales. De vez en cuando, algunos países informan sobre reducciones importantes en el cultivo, la producción o el tránsito de drogas, pero estos avances se ven siempre contrarrestados por aumentos en los demás países (el llamado “efecto globo”). La disminución de la producción de hoja de coca en Perú y Bolivia en los años noventa desembocó en un cultivo ampliado en Colombia. En respuesta a las fumigaciones del gobierno colombiano, la producción de coca se trasladó a otras zonas. Cuando EE UU cerró las rutas caribeñas de la droga en los años noventa, los envíos de cocaína se redirigieron a México. Hoy, en prácticamente todos los rincones de América, la delincuencia, la violencia y la corrupción se alimentan de las drogas ilegales. En algunos países, la estabilidad democrática se ve amenazada. La mayoría de los ciudadanos consideran el aumento de la criminalidad y la violencia como el problema más grave de su país. Y muchos países latinoamericanos son ahora importantes consumidores de drogas, aunque con porcentajes mucho más bajos que los de EE UU y Europa. La gran parte de los gobiernos de América Latina y el Caribe agradecen la cooperación de EE UU para hacer frente al crimen y la violencia vinculados al narcotráfico. Pero les molesta cada vez más el inflexible planteamiento de Washington en lo que respecta a la lucha contra la droga. Sienten extrañeza y frustración ante la negativa estadounidense a plantearse políticas alternativas (a pesar de que hay pruebas abundantes de que sus programas antidroga son ineficaces y, en muchos casos, contraproducentes). Los latinoamericanos saben que, dado el tamaño del mercado de la droga en EE UU y el papel dominante de Washington a la hora de elaborar las políticas antidroga internacionales, ninguna iniciativa para reformar las estrategias mundiales puede tener éxito sin el apoyo estadounidense. Sin un cambio en la política de EE UU, la mayoría de los países tiene poco margen para reformar sus propias políticas. ¿Por qué se ha resistido Washington a los enfoques alternativos? Parte de la respuesta reside en que no hay ninguna opción política que ofrezca una solución al problema de las drogas. Ningún analista contempla la posibilidad de que el consumo de drogas pueda eliminarse o reducirse de forma significativa. El marco alternativo que ha recibido más atención ni siquiera tiene como objetivo frenar el consumo de drogas. En vez de eso, el enfoque conocido como “reducción del daño” tiene como fin mitigar el perjuicio que las drogas y las medidas antidroga causan a individuos y familias, comunidades y países. Las alternativas que no restringen el consumo tienen poco éxito entre los padres que quieren alejar a sus hijos de las drogas (o entre quienes ven el consumo de drogas desde un punto de vista moral y están a favor de los métodos de “tolerancia cero”). Estrategias como la “reducción del daño” son difíciles de explicar y no despiertan mucho entusiasmo; parecen brutalmente pragmáticas, escasas de principios y transmiten una señal de resignación. Requieren compensaciones y decisiones que la gente no quiere aceptar. Otro obstáculo importante son los intereses burocráticos, que han evolucionado y aumentado con los años, y que actualmente defienden de manera inflexible el statu quo. Los poderosos organismos antidroga de Washington son desde hace mucho tiempo insensibles a las ideas nuevas. ¿Qué se puede hacer? Entre quienes dedican más atención a estos problemas, está surgiendo un consenso respecto a los elementos de una estrategia antidroga alternativa. Al menos desde el punto de vista intelectual, el camino parece cada vez más claro. El marco básico se presenta en el citado informe y que abarca lo siguiente:
  • Los datos de diferentes países con diversos regímenes de control de drogas indican que el consumo no se ve demasiado afectado por las políticas o los programas gubernamentales. La eliminación o incluso una reducción significativa del consumo no es un objetivo político viable en la mayoría de los países.
  • Lo mejor es gestionar el consumo de drogas como un problema de salud a largo plazo, no como una actividad criminal. Encarcelar a los consumidores sirve de poco para reducir el consumo y puede causar más perjuicios al individuo y la sociedad. La forma acertada de abordar el problema de los consumidores es el tratamiento, no el castigo (aunque los esfuerzos dirigidos a la rehabilitación solo han tenido un éxito limitado hasta la fecha).
  • Los gobiernos deben tratar la marihuana, la droga más consumida y menos adictiva, de un modo diferente al de otras drogas ilegales. Poner fin a las sanciones penales que pesan sobre la marihuana acabaría con la mayoría de sus consecuencias perjudiciales, como el crimen y la violencia vinculados a su producción y distribución; el perjuicio a las vidas de los jóvenes encarcelados; los riesgos para la salud generados por los mercados de marihuana no regulados; y las enormes cargas económicas relacionadas con la aplicación de la ley (policía sobrecargada de trabajo, cárceles masificadas y tribunales saturados, por ejemplo). No está claro si la legalización haría aumentar o no el número de consumidores, pero las pruebas disponibles indican que el efecto sería limitado.
  • Existe un amplio consenso respecto a que la erradicación de cultivos y la interdicción no han logrado poner coto a la oferta de drogas ilegales. Pero las estrategias alternativas –como los programas de desarrollo agrícola– también han sido ineficaces. En la mayoría de los lugares, ningún otro cultivo ha sido capaz de competir verdaderamente con la hoja de coca o elcannabis. Puede que un desarrollo económico de las zonas rurales que conduzca a unas rentas mayores y el empleo no agrícola sean el único camino sostenible hacia la reducción de la producción de droga.
  • Aunque la comisión hace un llamamiento a los gobiernos nacionales para que sigan luchando contra los narcotraficantes a fin de defender la seguridad de sus ciudadanos y controlar la influencia del crimen organizado transnacional, es fundamental reconocer que la lucha contra la violencia criminal quizá no reduzca la actividad relacionada con las drogas.
La evolución de las actitudes de los ciudadanos y un contexto político estadounidense cambiante –junto con las transformaciones ocurridas en Europa y Latinoamérica– ofrecen actualmente algunas esperanzas de que los enfoques alternativos logren cierta resonancia. Un cambio de visión y actitud en EE UU Un número cada vez mayor de estadounidenses apoya el cambio de las políticas antidroga. Según una encuesta de ABC News/Washington Post de abril de 2009, casi la mitad de los ciudadanos de EE UU estaba a favor de despenalizar la posesión de marihuana para uso personal. Alrededor del 27 por cien creía que legalizar algunas drogas era la mejor manera de combatir el tráfico de drogas. Por otra parte, las políticas estatales estadounidenses han cambiado. Al permitir la venta de marihuana con fines medicinales, California admite, en esencia, que su consumo esté exento de sanciones penales (y muchos otros Estados están siguiendo su ejemplo). De hecho, ahora hay pocos lugares en EE UU donde se persiga activamente la posesión de pequeñas cantidades de cualquier droga. Actualmente, pocos ciudadanos son encarcelados simplemente por consumir drogas; la gran mayoría de los que están en prisión fueron detenidos vendiéndola o transportándola. Los inmensos costes económicos de las políticas punitivas están siendo objeto de atención en las batallas presupuestarias, estatales y locales. La necesidad de pagar cárceles y policías es solo una parte del precio, que también incluye el trastorno causado a individuos y familias; juzgados completamente saturados de trabajo; y la mala imagen del país en el extranjero. Un número cada vez mayor de Estados está creando tribunales especiales para los delitos relacionados con las drogas, y el Congreso aprobó una ley en 2010 que reducía las sentencias federales por consumo de crack. Las opciones de la libertad condicional y el tratamiento se tienen cada vez más en cuenta. Los latinoamericanos están preocupados por las políticas antidroga estadounidenses y el modo en que afectan a la región. Aunque hay pocos gobiernos que hayan desafiado a Washington o a su estrategia antidroga, están adoptando cada vez más el conjunto de enfoques alternativo ofrecido por la Comisión Global y la comisión Latinoamericana Latinoamericana. El gobierno mexicano, por ejemplo, aun cuando combate ferozmente a los poderosos cárteles de la droga, ha legalizado la posesión de pequeñas cantidades de narcóticos. Muchos otros gobiernos de la región (entre ellos Argentina, Brasil, Colombia, Perú, Uruguay y Venezuela) tienen leyes similares. También algunos responsables políticos estadounidenses están pidiendo una reforma de las políticas antidroga del país. La propuesta del senador Jim Webb de crear una comisión de alto nivel sobre el sistema de justicia penal estadounidense probablemente no prospere una vez que se jubile en 2012. Pero los presidentes actual y anterior del subcomité para el Hemisferio Occidental de la Cámara de Representantes, Connie Mack y Eliot Engel, siguen promoviendo una comisión que revise las estrategias antidroga de EE UU. Y la administración de Barack Obama, más que cualquier administración estadounidense anterior, ha hecho llamamientos en favor de nuevos planteamientos para los problemas de drogas. Aunque ni los gastos ni las políticas antidroga han cambiado demasiado hasta ahora, el presidente y su zar en la lucha contra la droga, Gil Kerlikowske, han rechazado la manida etiqueta de “guerra contra las drogas” para la estrategia estadounidense, y han respaldado el tratamiento del consumo más como un problema de salud pública que como un asunto penal. Introducir el debate sobre las drogas en el programa político Pese a ello, las políticas antidroga esenciales de EE UU parecen funcionar en modo de piloto automático. La reforma de las leyes y políticas estadounidenses apenas es un pequeño apartado en el programa de la administración Obama. Los cambios anunciados por la Casa Blanca son en su mayoría de tono y énfasis más que de políticas, programas y presupuestos. La política antidroga sigue siendo un asunto marginal para el Congreso. El miedo a las drogas ilegales –como origen de crimen y violencia, y todavía más como tentación magnética para niños y adolescentes– sigue siendo un poderoso factor disuasorio a la hora de brindar cualquier apoyo público a la flexibilización de las políticas punitivas de línea dura. Es más, a muchos les parece que los argumentos a favor del cambio son derrotistas y carecen de principios. Indican una disposición a tolerar actividades que sabemos son perjudiciales, peligrosas e inmorales. Será difícil persuadir a los estadounidenses y a sus representantes electos de que se planteen políticas de tolerancia y aceptación. El primer cometido consiste, por tanto, en generar un análisis y un debate honestos, bien documentados y con amplias miras sobre políticas antidroga alternativas en toda América. Esto enfrentaría sistemáticamente a la ciudadanía y a los legisladores estadounidenses con las pruebas que indican que las políticas alternativas podrían reducir los perjuicios causados por el narcotráfico y el abuso de sustancias estupefacientes (tanto en EE UU como en los países vecinos). He aquí algunas ideas para poner en marcha el necesario debate:
  • Mejores datos e información. Un impedimento para el debate informado y la acción es el pésimo estado de los datos y la información sobre todos los aspectos del problema de las drogas. La mala calidad de los datos básicos frustra los esfuerzos por evaluar las políticas y los programas actuales, comparar los resultados en los distintos países e imaginar y calcular el impacto de nuevas estrategias. Muchas veces la información que se elabora no es del todo accesible o proviene de organismos que emplean definiciones y metodologías diferentes, lo que genera resultados opuestos y confusos. Nunca resulta fácil recopilar estadísticas fiables sobre actividades ilegales, pero puede hacerse mucho para mejorar los datos incompletos, imposibles de comparar y a menudo contradictorios sobre las drogas. En resumen, los datos sobre el consumo de drogas y la drogadicción tienen que estar a la altura de los de otros problemas sanitarios y médicos importantes.
  • Exhaustiva revisión y evaluación de los programas. Al igual que las medidas sanitarias y los tratamientos médicos, los programas antidrogas deben diseñarse y ponerse en práctica de tal manera que se garantice que los resultados puedan evaluarse. Sería útil que el gobierno de EE UU identificase y evaluara cuidadosamente las prometedoras iniciativas antidroga de comunidades y Estados en ámbitos como el tratamiento de la adicción y la reducción de los riesgos para la salud de los consumidores, así como la reinserción de los delincuentes. Washington también debería fomentar el estudio de las innovaciones políticas en el resto del mundo (por ejemplo, la iniciativa de despenalización de Portugal y el fomento del desarrollo rural en las zonas de cultivo de coca de Colombia). Y debería prestarse muchísima más atención a las lecciones aprendidas de las medidas para combatir a las organizaciones criminales y la violencia, la corrupción y los demás daños que causan, tanto si han tenido éxito como si han fracasado. La experiencia de Colombia debería estudiarse mucho más en detalle.
  • Comisiones del Congreso de EE UU. Hasta la fecha, la Casa Blanca se ha mostrado poco inclinada a tomar la iniciativa a la hora de replantearse las estrategias antidroga de EE UU pero, como mínimo, debería respaldar y fomentar la aprobación de la legislación propuesta a fin de crear una comisión del Congreso que revise la política antidroga y estudie las estrategias alternativas nacionales e internacionales.
  • Grupo de trabajo internacional o regional sobre política antidroga. El gobierno de EE UU debería plantearse la posibilidad de apoyar la organización de un grupo de trabajo internacional sobre drogas (ya sea bajo los auspicios de las Naciones Unidas o dirigido por un grupo más pequeño de gobiernos) que analice las iniciativas políticas mundiales para luchar contra la droga. El objetivo sería evaluar la eficacia de las directrices, las políticas y los programas de los organismos multilaterales y otras medidas bilaterales actuales; la manera de hacerlos más eficaces; y el modo en que puede reforzarse la cooperación. Debería insistirse especialmente en el análisis minucioso de las resoluciones de la ONU que establecen las bases legales del régimen internacional antinarcóticos. Estas han servido de guía para las actividades mundiales, especialmente las de la organización y otras instituciones multilaterales durante casi 20 años y necesitan una revisión y una actualización.
  • Un proyecto hemisférico. También hay poderosos argumentos a favor de una iniciativa hemisférica, quizá dirigida por la Organización de Estados Americanos (OEA), dada la creciente urgencia de los problemas relacionados con las drogas en Latinoamérica. El informe de la Comisión Latinoamericana ofrece la orientación necesaria para el nuevo enfoque de las políticas en la región. Washington, por ejemplo, debería perseguir activa-mente proyectos de cooperación con los gobiernos latinoamericanos, no solo desde un punto de vista técnico y burocrático, sino en cuanto a la formulación de las políticas y estrategias. Hasta la fecha, la mayor parte de ellos se han redactado en Washington y los organismos estadounidenses han llevado la voz cantante. Es preciso animar a los gobiernos latinoamericanos a que desarrollen sus propias estrategias y cooperen entre ellos, así como con EE UU, en materia antidroga. Es necesario sustituir el modelo en el que Washington ocupa el lugar central. El gobierno estadounidense también podría plantearse la posibilidad de animar a la OEA a ampliar sus actividades antidroga más allá de la excelente labor realizada por la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas, mediante una evaluación de las iniciativas de los países miembros y emprendiendo esfuerzos sistemáticos para analizar los marcos políticos necesarios a la hora de abordar los problemas de las drogas en el hemisferio.
En definitiva, Washington debería renunciar a la función dominante y a veces asfixiante que desempeña en la elaboración de los proyectos antinarcóticos regionales y empezar a cooperar verdaderamente con los gobiernos latinoamericanos para desarrollar ideas y estrategias novedosas.

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