El vacío de poder y el secuestro de los servidores públicos

Trabajadores del Estado y simpatizantes orteguistas participan en una actividad del caudillo sandinista Daniel Ortega Carlos Herrera / Confidencial

Desde inicios de 2020, Nicaragua se ha estancado ante un vacío de poder que se ha agravado por la crisis de la pandemia, acompañado de un empate político prolongado entre el régimen y los actores del movimiento opositor de la Coalición Nacional. Entre el vacío de poder y el empate político hay más de cien mil empleados públicos secuestrados por la cúpula política del orteguismo, éstos no renuncian por temor a perder su empleo en medio de la crisis, y tampoco denuncian por temor a la represión, sobre lo cual han sido advertidos.

El vacío de poder

Después del período navideño 2019, el Gobierno ha estado trabajando en función de medidas de corto plazo, buscando como ampliar su base tributaria, o acomodar sus menguadas rentas frente a las sanciones internacionales. La capacidad de generar mas ingresos en 2020 ya estaba limitada de sobremanera porque a pesar de haber exprimido al sector privado con una carga tributaria represiva, no pudo superar sustancialmente los niveles de renta del 2018, los cuales estaban 500 millones de dólares por debajo del 2017.

Dado el desgaste que pesa sobre los pequeños empresarios, el Gobierno ha estado buscando formas de extraer más recursos, porque le resulta insuficiente operar a un 80 por ciento de capacidad y ante la proyección preliminar de otra caída, están abocados a una estrategia cortoplacista.

Con la crisis económica que resulta de la pandemia, la reducción en la capacidad de consumo de los hogares (jefeados por trabajadores formales e informales) y la caída de ingresos del sector externo (exportación, turismo y remesas) el Estado reducirá drásticamente su capacidad de captar impuestos en un porcentaje estimado 25 por ciento menor que en el año 2019.

A esta limitante se agrega la ausencia real del Presidente de la República como gobernante. Sea por razones de sus enfermedades crónicas de salud o por otros motivos asociados al equilibrio político de la pareja presidencial, la ausencia permanente del mandatario muestra la pérdida de liderazgo del orteguismo en el país. Daniel Ortega no tiene capacidad, ni propuestas, o estrategias para gobernar, y generar consensos. Desde su posición dictatorial, ejecutando la fuerza y forzando la ley para reprimir, su espacio de acción se había limitado a mantener el estado policial, y esquivar el impacto de las sanciones internacionales. Sin embargo, de forma tácita, no legalmente, le otorgó la autoridad a Rosario Murillo para administrar el Gobierno.

Murillo tampoco tiene capacidad para dirigir las políticas públicas, porque ha perdido totalmente cualquier legitimidad política por su papel preponderante en la represión. La vicepresidenta es la figura que concita mayores niveles de rechazo y desconfianza en el país, incluso entre los empleados públicos y simpatizantes del FSLN.

En ningún ámbito del sector público, sea educación, infraestructura, o economía, hay gobernabilidad, o políticas públicas. Se trabaja por inercia, no bajo una estrategia que permita sumar apoyos y voluntades.Todos los días a la una y media de la tarde, Murillo se limita a declamar consignas en clave de símbolos religiosos en la televisión oficial. Con una mano predica que su política de salud consiste en visitar “hogares para orar, acompañarlos y darles ánimo y promoviendo medidas de precaución ante el COVID-19”, mientras con la otra promueve la propagación del virus, facilitando contactos masivos entre la población. En las actividades de cualquier ministerio o Poder del Estado, sobresale la ausencia de dirección para lograr metas que permitan mejorar del rendimiento académico, reducir la pobreza, aumentar riqueza, crédito e inversión, resolver la inclusión social y abordar la crisis política.

A la par de esta inercia en el Gobierno y de falta de liderazgo del Ejecutivo, existe un sector público secuestrado por el orteguismo. Los servidores públicos, civiles y militares, sufren una presión constante en tanto tienen que demostrar su lealtad al régimen o aceptar las consecuencias de perder su trabajo si critican, o ser reprimidos si denuncian la corrupción del sistema. El trabajo de estos funcionarios y empleados públicos, y la actividad del sector privado, es lo que permite al país mantenerse en un estado de inercia, sin caer en el caos.

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