EE.UU: Radiografía de fin de ciclo

El surgimiento de Donald Trump como el principal precandidato del Partido Republicano ha dejado de ser un entretenimiento. Primero en las encuestas desde hace meses, Trump ha introducido un nivel de populismo inédito en la historia reciente de los Estados Unidos. Comenzó con una serie de declaraciones xenófobas contra los inmigrantes mexicanos, pero ahora ha encontrado un recurso que puede ser aún más efectivo: utilizar el miedo de los estadounidenses al terrorismo y apuntar a la comunidad musulmana. Su reciente propuesta de prohibir la entrada al país de cualquier extranjero de religión musulmana es repudiable, pero apela a un núcleo de ciudadanos temerosos que están en busca de un “otro” amenazante para culpar de sus males. Trump es la estrella de un espectáculo grotesco, pero conoce muy bien a su audiencia.

La diatriba pasional de Trump contrasta con la postura fría y racional del Presidente Barack Obama (tal como Obama fue la antítesis de George W. Bush). El presidente entra a su último año de mandato dejando un importante legado: logró sacar a los Estados Unidos de la crisis económica más profunda desde la Gran Depresión, alcanzó un histórico acuerdo nuclear con Irán, avanzó en una reforma profunda del sistema de salud y normalizó las relaciones diplomáticas con Cuba, entre otros. Pero al mismo tiempo, Obama está hallando cada vez más difícil conectar con las emociones del pueblo norteamericano. Aunque fue elegido como presidente en 2008 para restaurar la imagen de los Estados Unidos en el mundo –objetivo cumplido en su mayor parte- y sacar al país de los conflictos en Iraq y Afganistán, dejará a su sucesor un mundo aún más caótico.

El Estado Islámico (ISIS), un grupo de asesinos sin mayor objetivo político que sembrar la muerte, se ha extendido como un cáncer por Medio Oriente, y ha atacado al corazón del mundo occidental en Paris. Lejos de revisar su estrategia de contención gradual de esta amenaza, Obama ha insistido en que una guerra total de los Estados Unidos contra ISIS no solo sería inútil, sino también contraproducente. El enfoque cerebral de Obama, que toma decisiones basado estrictamente en el análisis racional de los hechos, ha abierto una grieta entre el pueblo norteamericano y su presidente: 65% de los estadounidenses no aprueban la forma en la que Obama está abordando la amenaza de ISIS.

Aunque fue elegido como presidente en 2008 para restaurar la imagen de los Estados Unidos en el mundo –objetivo cumplido en su mayor parte- y sacar al país de los conflictos en Iraq y Afganistán, dejará a su sucesor un mundo aún más caótico.

En cierta forma, parte de esta insatisfacción refleja una contradicción en la opinión pública, que por un lado quiere utilizar todo el poder de los Estados Unidos para derrotar al terrorismo, pero al mismo tiempo no desea volver a la época de intervenciones militares que marcó la era de George W. Bush. Pero en vez de convencer a los estadounidenses de que su estrategia es la correcta, el presidente Obama parece fastidiado, incapaz de entender por qué su estrategia genera rechazo cuando es la más indicada para proteger los intereses y los valores de los Estados Unidos.

Otro tema que refleja el desgano del Presidente es la creciente problemática de la violencia por armas de fuego en los Estados Unidos. Si bien la Constitución estadounidense consagra el derecho de los ciudadanos a portar armas –un legado de la época posterior a la independencia- el Presidente ha insistido en que se deben incrementar las regulaciones para evitar que personas inestables o con enfermedades mentales consigan rifles automáticos y otras armas capaces de infligir enorme daño en poco tiempo. El reciente ataque en San Bernardino, California suma una dimensión siniestra a este problema: el terrorismo de origen doméstico. Una pareja aparentemente radicalizada y seguidora de ISIS –uno de ellos nacido en los Estados Unidos- asesinaron a 14 personas. Una vez más, la reacción de Obama fue vista como fría y excesivamente racional, insistiendo con su política de control de armas, fuertemente rechazada por el Partido Republicano. Al mismo tiempo, el Partido Demócrata ha asumido la causa del control de armas con una intensidad sin precedentes en la historia del país. Aunque la apuesta de los Demócratas es valiente, ya que se trata de un tema muy sensible, la elección decidirá si reciben el apoyo popular necesario para encarar esta reforma.

La campaña populista de Trump se alimenta del miedo y la ira de muchos estadounidenses con su clase política. Su irrupción ha forzado a otros candidatos republicanos a virar a la derecha para intentar alcanzarlo en las encuestas, hasta ahora con poco éxito. Sin embargo, el último exabrupto de Trump contra los musulmanes sí recibió una condena casi unánime de todo el espectro político, incluyendo al Partido Republicano, aunque no parece afectar su popularidad. Por el contrario, al menos 35% de los votantes republicanos apoyan la postura de Trump, y 76% creen que la religión islámica es incompatible con el modo de vida americano. Muchas veces se ha predicho que Trump finalmente había cruzado una línea inaceptable que hundiría su candidatura, pero esto aún no ha ocurrido.

Enfrentar a Trump en la elección general sería un escenario soñado para Clinton, sabiendo que el electorado centrista se volcaría a su candidatura tan solo para rechazar la llegada a la Presidencia de un personaje xenófobo, errático y populista como Trump.

Es probable que la radicalización y división que Trump ha generado en el Partido Republicano tengan a una principal beneficiaria: Hillary Clinton. La casi inevitable candidata Demócrata a la Casa Blanca enfrenta serios problemas de credibilidad y confianza por parte del electorado, pero solo tiene que mostrar el contraste entre ella –progresista, experimentada, ex Secretaria de Estado y senadora- y Trump para ganar más apoyos de los votantes independientes. Enfrentar a Trump en la elección general sería un escenario soñado para Clinton, sabiendo que el electorado centrista se volcaría a su candidatura tan solo para rechazar la llegada a la Presidencia de un personaje xenófobo, errático y populista como Trump.

Es paradójico que el principal precandidato republicano –apoyado sobre todo por sectores de bajo nivel educativo y menores ingresos- sea un multimillonario que ha hecho de su fortuna un activo político. Sin siquiera ser el candidato oficial Republicano, Trump ya ha causado daño a la imagen de los Estados Unidos en el exterior, incluyendo la dura condena a sus comentarios por parte del gobierno de México. El apoyo que las propuestas sobre inmigración de Trump han recibido –incluyendo la construcción de un muro en toda la extensión de la frontera- demuestra tristemente que existen recelos en parte de la sociedad estadounidense en relación a la inmigración de origen mexicana.

Aunque es arriesgado realizar predicciones acerca de una campaña tan incierta, es probable que los sectores más moderados del Partido Republicano se unan detrás de un candidato alternativo que derrote a Trump en las primarias. Pero cada minuto y cada declaración xenófoba y extremista de Trump complican las chances de los Republicanos de presentarse como un partido unido y capaz de gobernar para todos los estadounidenses en caso de llegar a la Casa Blanca.

Por otra parte, a pesar de sus problemas de imagen, Hillary Clinton está demostrando ser mucho mejor candidata de lo que fue en 2008, cuando fue derrotada por Obama en las primarias Demócratas. El foco de su campaña está puesto en la mejora de las condiciones de la clase media, superando el estancamiento de los salarios y la creciente desigualdad. En un contexto de amenazas externas y conflictos geopolíticos, Clinton también ha enfatizado su preparación para ser comandante en jefe. En ese sentido, ha establecido diferencias con el Presidente Obama, admitiendo que la actual estrategia contra ISIS no está produciendo resultados, y que se necesita una presencia más fuerte –aunque sin tropas sobre el terreno- de los Estados Unidos para erradicar a este grupo terrorista.

Barack Obama dejará a su sucesor un país más sólido económicamente y que ha realizado algunos avances sociales, aunque también más desigual y más polarizado políticamente. Del próximo presidente dependerá reconectar con las pasiones, sentimientos y temores del pueblo estadounidense, así como el propio Obama lideró un enorme deseo de cambio y esperanza en las elecciones de 2008. Estados Unidos, y el mundo, se beneficiarán si el próximo mandatario –sea del partido que sea- logra balancear las aspiraciones de los estadounidenses con la necesidad de mantener una política exterior pragmática, que evite conflictos innecesarios en vez de generarlos.